La lectura de este tocho ha sido como la ascensión misma a
esa imponente montaña; algunos tramos se me han hecho tan cuesta arriba que, en momentos
puntuales, habría desistido buenamente de mi empeño dando media vuelta tan
ricamente.
El autor ya te advierte de antemano (en sus “Intenciones”, previas a la narración) que va a contar la historia con excesiva minuciosidad.
O sea, que te prepares para la que se te viene encima, chaval/a. Que sí, que
recrearse profusamente en los detalles para vestir la
narración queda fetén, da muestra de vasta erudición y tal, pero, en mi
opinión, el autor peca de hacerlo en ciertos aspectos o materias que muchas
veces no llevan a ninguna parte (como la biología, ¡y menos mal que apenas
abre el melón de la botánica!), mientras que pasa por alto otras cuestiones
referentes a la trama, tal vez de mayor interés y calado, dejando incluso algún cabo suelto.
Aparte de esos fragmentos tan técnicos en los que se pone en
plan cientifista, hay pasajes en los que no he entendido ni papa.
Fundamentalmente, abstractos y elevados debates intelectuales entre dos de los
personajes, bien por las contradicciones dialécticas en que caen sus propios
discursos o bien porque requieren de conocimientos sobre doctrinas filosóficas para que tales polémicas puedan ser netamente comprensibles, lo cual, para un lector medio, acaba
resultando un tanto frustrante.
Por otro lado, los temas y asuntos que aborda la novela
suelen ser significativos e interesantes, y la historia no deja de ser enigmática. También hay emotivos episodios cuyos trances llegan a conmover hasta sacarte la lagrimilla y otros que directamente ponen
los pelos de punta.
Mi conclusión es que, si dispones de tiempo y paciencia,
merece la pena echarse en la tumbona y emprender la aventura (de encumbrar y descender la montaña) que, simbólicamente, supone la lectura de este libro.
¡Hale, ánimo!
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